NO APTO PARA GEISHAS
El Editorial de hoy del diario El Comercio y a continuación la opinión de Mario Vargas Llosa. Los dejo registrados en este blog (incluida la ilustración de Victor Aguilar) para deleite de los periodistas con kimono. De yapa, el PDF con la última encuesta de Apoyo.
Caso Fujimori: fue una sentencia justa y ejemplar
Editorial de El Comercio
A propósito de una corriente crítica en torno a la histórica sentencia contra el ex presidente Alberto Fujimori, por crímenes contra los derechos humanos, consideramos que es oportuno volver a remarcar su carácter estrictamente jurídico.
El concepto de justicia tiene muchos significados, entre ellos uno muy importante entendido como la reparación del daño. Por eso, el juicio a Fujimori y la sanción que ha recaído sobre él son justos, porque se ha reparado el daño que su gobierno causó a un número determinado de personas, como sucedió con los casos de Barrios Altos y La Cantuta, entre otros.
En tal contexto, hubo justicia porque el proceso fue justo y público. No se produjo en él ningún acto de arbitrariedad. Todas las partes, incluso el acusado, expusieron sus puntos de vista. Y se respetó el debido proceso que muchas veces no fue respetado durante el régimen fujimorista.
A mayor abundamiento, hay que recordar que la Segunda Sala Penal de la Corte Suprema de Chile no hubiera concedido la extradición sin contar con los argumentos y las pruebas que la sustentaran. No hubo tampoco presión política de ningún tipo y el proceso se desarrolló dentro de lo estrictamente jurídico. Aquí también se actuó con justicia.
Para que se tomara dicha decisión fue determinante el concepto de autoría mediata, que sirvió tanto en el caso de la extradición como en la condena. Dicha teoría fue creada por el jurista alemán Claus Roxin y se aplicó por primera vez en 1963 contra el criminal nazi Adolf Eichmann.
De acuerdo con esta teoría, “autor mediato es quien hace ejecutar un crimen mediante otro sujeto, cuya voluntad no es libre, y que se puede efectuar valiéndose de una estructura de poder organizada”.
En el caso de Fujimoriél sabía y consintió esos crímenes a partir de la guerra de baja intensidad (a través de grupos paramilitares que actuaban de manera clandestina y con asesinatos selectivos) que se implementó en su gobierno. Además no se opuso a la amnistía para los sentenciados por La Cantuta y Barrios Altos, por lo que la figura del autor mediato le calza perfectamente.
Carecen de fundamento aquellos alegatos que sostienen que no hubo orden escrita para cometer tales execrables crímenes. De ser así, Abimael Guzmán no es criminal porque tampoco dio órdenes por escrito. Se lo condenó por ser el jefe de un sistema asesino en su concepción y funcionamiento, por lo que se aplicó la teoría de la autoría mediata. Los famosos dictadores en cuyos gobiernos se cometieron crímenes de lesa humanidad tampoco dieron órdenes por escrito.
Por esta sabia decisión felicitamos a los fiscales y vocales del tribunal que mostraron total y absoluta independencia, fundamental para garantizar la transparencia y justicia del proceso. Un proceso que tiene el reconocimiento mundial y que, además, contribuye a que los peruanos recuperemos la fe en la justicia.
Efectivamente, como muestra la más reciente encuesta nacional de Ipsos Apoyo, que publicamos hoy, el 70% de los peruanos está de acuerdo con la culpabilidad de Fujimori, en tanto que el 50% aprueba el desempeño del juez César San Martín y el 53% considera que esto contribuirá a mejorar la imagen del Poder Judicial, lo que debe ser un punto de quiebre para reconciliar a este poder con los ciudadanos.
Aviso para dictadores
Por Mario Vargas Llosa
La condena del ex dictador Alberto Fujimori a 25 años de cárcel por delitos contra los derechos humanos que ha dictado un Tribunal de la Corte Suprema del Perú trasciende largamente la demarcación geográfica peruana y gravita a partir de ahora sobre toda América Latina como una advertencia a quienes, de un confín a otro del continente, aspiren a tomar por asalto el poder y gobernar amparados por la fuerza. Ya saben los gobernantes que pisotean la Constitución y las leyes y mandan torturar y asesinar que sus crímenes no quedarán impunes, como casi siempre ha ocurrido hasta ahora, sino que tarde o temprano pueden ser juzgados y sancionados por sus propios pueblos. Se trata de un precedente histórico señero para quienes soñamos con una América Latina emancipada para siempre de la peste autoritaria.
El ex dictador ha sido condenado por dos secuestros y dos matanzas particularmente crueles de las muchas que se perpetraron durante su régimen, pero no por el delito más grave que cometió: haber destruido mediante un acto de fuerza militar el 5 de abril de 1992 la democracia gracias a la cual dos años antes había sido elegido en comicios legítimos para ocupar la Presidencia del Perú. Los dos secuestros —del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer— coincidieron con el golpe de Estado. La primera de las matanzas se había realizado unos meses antes, en noviembre de 1991, en un barrio del centro de Lima —Barrios Altos—, donde un escuadrón de la muerte conocido como el grupo Colina, integrado por militares y formado con anuencia de Fujimori, asesinó a quince personas, entre ellas un niño de ocho años, que celebraban una fiesta en un vecindario con el pretexto —falso— de que eran senderistas y se proponían recolectar fondos para el movimiento terrorista de Sendero Luminoso. Uno de los factores que desencadenaron el “putsch” fue, por lo tanto, garantizar la impunidad para los delitos que ya venía cometiendo el nuevo gobierno, no solo contra los derechos humanos, también económicos, pues ya había comenzado el saqueo de los haberes públicos, algo que, en los años siguientes, alcanzaría un ritmo paroxístico bajo la batuta del brazo derecho del presidente y experto en latrocinios, Vladimiro Montesinos.
La otra matanza tuvo lugar en julio de 1992. Los pistoleros del grupo Colina invadieron de noche la Universidad de La Cantuta, que estaba intervenida y cercada por una fuerza militar, y secuestraron a nueve estudiantes y un profesor a quienes asesinaron en un descampado vecino de un tiro en la nuca. Allí los enterraron y, tiempo después, cuando el periodismo independiente, pese a las maniobras de encubrimiento del régimen, descubrió las huellas del crimen, los desenterraron, quemaron y volvieron a enterrar los huesos en otro lugar. El escándalo internacional que estalló cuando esta macabra historia se hizo pública y se conocieron las sangrientas entrañas del sistema, fue uno de los episodios que más melló la imagen de la dictadura ante el pueblo peruano, parte del cual hasta entonces la apoyaba en la errónea creencia de que un gobierno autoritario podía ser más eficaz que la democracia para combatir a los terroristas de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. En verdad, no fueron los escuadrones de la muerte de la dictadura los que derrotaron a Abimael Guzmán y los senderistas, sino un hecho que marcó un cambio cualitativo en la lucha antisubversiva: la captura de su líder y casi todo el comité central de Sendero Luminoso, gracias al rastreo científico que hizo de ellos un pequeño grupo de policías que estaba enfrentado con Vladimiro Montesinos y el servicio de inteligencia del régimen.
El juicio a Fujimori duró cerca de diecisiete meses, fue televisado, asistieron a él periodistas y observadores internacionales y el acusado gozó de todas las garantías del derecho de defensa. El tribunal de tres miembros, presidido por un prestigioso penalista, magistrado y profesor universitario, el doctor César San Martín, cuya conducta a todo lo largo del proceso fue de una serenidad y corrección que le reconocen tirios y troyanos, ha emitido una sentencia que debería publicarse y enseñarse en las escuelas de toda América Latina (resumida, porque tiene cerca de setecientas páginas) para que las nuevas generaciones conozcan, a través de hechos concretos y personas identificadas, la tragedia que significa para un país, en sufrimiento humano, inseguridad pública, delincuencia, distorsión de valores, mentiras, desprecio de los más elementales derechos de que un ciudadano debería gozar en una sociedad moderna y en corrupción y degradación de las instituciones, una dictadura como la que padeció el Perú entre 1992 y el año 2000, cuando Fujimori, fracasado su intento de hacerse reelegir en unos comicios fraudulentos, huyó al Japón y renunció a la Presidencia mediante un fax.
Mientras existan las fronteras, las Fuerzas Armadas son una necesidad perentoria para los países y, por lo mismo que la sociedad les confía, al mismo tiempo que la responsabilidad de velar por su seguridad, las armas que le permitan cumplir con su misión, es indispensable que aquella institución funcione dentro de la más estricta legalidad y sea un baluarte de la sociedad civil, no su enemiga. Fujimori hizo un daño incalculable a las Fuerzas Armadas imponiéndoles como verdadero mentor a Vladimiro Montesinos, un capitán al que el Ejército Peruano había expulsado y condenado como traidor a su patria y a su uniforme, y que, desde entonces, mediante manipulaciones y chantajes, abusaría de manera ignominiosa del poder que se le confirió. Montesinos fue postergando a los oficiales probos y capaces, obligándolos a veces a pedir su baja, en tanto que ascendía y colocaba en los puestos claves a sus cómplices y a colaboradores serviles, que ampararon sus desafueros —un vasto abanico de horrores que iban desde tráfico de armas hasta operaciones de narcotráfico— y se beneficiaron con ellos.
Uno de los aspectos más aleccionadores de la sentencia es la demostración inapelable de que, contrariamente a la pretensión de los fujimoristas de exonerar al ex dictador con el argumento de que Montesinos era quien delinquía y, aquel, un cándido que no se enteraba de nada de lo que pasaba bajo sus narices, había una absoluta simbiosis del dictador y su asesor, la que existe entre una persona y su sombra o entre el muñeco y el ventrílocuo que lo hace hablar. Ambos se repartían un trabajo en el que, por una parte, los hombres del poder se enriquecían a manos llenas, eliminaban adversarios, compraban y amedrentaban jueces, copaban cargos públicos, y de otra, mediante el soborno o el chantaje, controlaban los medios para manipular a la opinión pública con campañas televisivas ad hoc y hundir en el desprestigio a sus críticos valiéndose de los plumarios de una prensa amarilla que financiaban o de conductoras de reality shows.
Solo en un medio ambiente semejante, de desplome total de la legalidad y la decencia política, de imperio del úcase y la prepotencia, se entiende que prosperara el grupo Colina y que en un par de años asesinara, en nueve operaciones perfectamente planeadas y ejecutadas, a unas cincuenta personas. Quienes integraron sus filas sabían que lo que hacían estaba ordenado y amparado por la más alta autoridad y, por eso, recibieron el amparo logístico necesario de la institución militar y el encubrimiento político y judicial debido —incluida una ley de amnistía— cuando sus negras hazañas fueron descubiertas y denunciadas. Lo que no sabían es que la dictadura caería —siempre caen—, la democracia rebrotaría de sus cenizas y —por primera vez en la historia del Perú— un ex dictador y sus principales cómplices serían llevados al banquillo de los acusados.
Los peruanos que vivimos en el extranjero solemos ver aparecer a nuestro país en los diarios, radios y cadenas de televisión de los lugares donde estamos, porque en el Perú ha habido un golpe de Estado, un atentado terrorista, un terremoto o quintillizos, es decir, siempre alguna catástrofe o anomalía, política o social. Qué extraño y qué hermoso lo que nos ha ocurrido en estos últimos días, advertir que el Perú del que habla la prensa y las personas en la calle con respeto y admiración es una civilizada nación que enfrenta su pasado con dignidad y coraje y donde un tribunal civil juzga y sanciona los crímenes de un dictador. Un ejemplo para América Latina, sí. Y para el mundo entero.
Mayoría cree que Fujimori es culpable - Encuesta nacional de Apoyo
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario